Ratas, cuero y serrín: la comida durante la primera vuelta al mundo
La primera vuelta al mundo fue un hito histórico. El viaje que lo cambió todo. Hoy en día, la navegación, al igual que casi todos los aspectos de la vida, es muy diferente de cómo era hace 500 años. La expedición Magallanes-Elcano, que duró casi tres años, ha sido una de las gestas más increíbles de la humanidad. Y al igual que esta, otras hazañas que cambiaron el mundo siempre fueron de la mano de sufrimiento, hambre, violencia y muerte, como la conquista del oeste americano, el descubrimiento de América o, como en este caso, la primera circunnavegación. En este artículo nos centraremos en la comida durante dicha expedición y el gigantesco reto logístico que supuso alimentar a 237 personas en 5 gigantescas naves durante 1.125 días.
Antonio Pigafetta, noble italiano dedicado a la exploración, la geografía y la crónica, fue quien se encargó de documentar el viaje. Gracias, entre otras fuentes, a su crónica de la hazaña, hoy conocemos de qué se alimentó la tripulación, qué comían los nativos que habitaban las lejanas tierras a las que llegaban y qué suponía la falta de comida durante el trayecto.
VÍVERES
A su partida, las cinco naos fueron abastecidas con 200 botes de sardinas, 430 cabezas de ajo y 10.000 kilos de galletas secas. Además, siete vacas vivas se subieron a bordo para poder disponer de leche. Se puede imaginar fácilmente que las vacas sirvieron finalmente como alimento.
AUTO-ABASTECIMIENTO
A pesar de que la carga de alimentos pueda parecer más que suficiente, esta llegó a su fin y existieron numerosos trayectos entre “tierra y tierra” en los que pasaron meses navegando sin avistar ni un solo lugar que les pudiera proveer de comida. Magallanes dictaminó en un momento dado un racionamiento de la comida para tratar de evitar males mayores más adelante, pero la falta de esta provocó finalmente numerosas muertes y enfermedades. Claro es el ejemplo del escorbuto, la enfermedad provocada por la falta de vitamina C que resulta en una inflamación de las encías, hasta tal punto en que estas sobrepasan los dientes y comer se torna imposible. Fue tal importancia la que tuvo esta enfermedad, por entonces desconocida, que Pigafetta la consideró la mayor desgracia de la tripulación:
«Nuestra mayor desgracia era vernos atacados de una especie de enfermedad que hacía hincharse las encías hasta el extremo de sobrepasar los dientes en ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no pudiesen tomar ningún alimento. De éstos murieron diecinueve.”
Lo cierto es que los navegantes no siempre pasaron hambre; ya pudieron alimentarse abundantemente durante las numerosas paradas que hicieron. Los nativos que recibían su visita a menudo les agasajaban en nombre de su rey con comidas de pescado, carne, verduras y vino. Otras veces cambiaban objetos por comida. Estos objetos fueron subidos a bordo para tal fin y dieron resultado. Con frecuencia, las baratijas les salvaron la vida, consiguiendo comida en abundancia a cambio de artilugios de poco valor:
“Realizamos aquí excelentes negociaciones: por un anzuelo o por un cuchillo, nos daban cinco o seis gallinas; dos gansos por un peine; por un espejo pequeño o por un par de tijeras, obteníamos pescado suficiente para alimentar diez personas; por un cascabel o una cinta, los indígenas nos traían una cesta de patatas, nombre que se da a ciertas raíces que tienen más o menos la forma de nuestros nabos y cuyo gusto se aproxima al de las castañas. De una manera igualmente ventajosa, cambiábamos las cartas de los naipes: por un rey me dieron seis gallinas, creyendo que con ello habían hecho un magnífico negocio.”
Otras veces consiguieron cazar o pescar. En una de las islas consiguieron avituallarse de tortugas gigantes, pingüinos o jabalíes.
Pigafetta escribió extensamente acerca de la comida que rodeaba la expedición. Ya fuera sobre los que transportaban para consumo propio o los exóticos y extraños frutos que veían por primera vez, como los cocos o las bananas:
“El fruto de esta palmera es del tamaño de la cabeza de un hombre y aun algunas veces más grande; su corteza primera, que es verde, tiene dos dedos de espesor y está compuesta de filamentos de que se sirven para hacer las cuerdas que usan para sus embarcaciones. Encuéntrase, en seguida, una segunda corteza más dura y más consistente que la de la nuez, de la cual, quemándola, sacan un cierto polvo que utilizan. Hay en el interior una médula blanca, del espesor de un dedo, que se come a guisa de pan, con la carne y el pescado. En el centro de la nuez y en medio de esta médula existe un licor transparente, dulce y fortificante, y si después de haber vaciado este licor en un vaso, se le deja reposar, toma la consistencia de una manzana. Para procurarse el aceite se toma la nuez, dejando fermentar la médula con el licor, y haciéndolo hervir en seguida resulta un aceite espeso como mantequilla.”
Asimismo, Pigafetta relató que, llegado un momento, lo que no era alimento se convirtió en tal, hasta el extremo de ser algo preciado:
“A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una.”
Y el hambre llegó a ser tan insoportable que debieron comerse el cuero utilizado para proteger las cuerdas de las velas:
“Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos de cuero de vaca con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos en seguida sobre las brasas.”
La hambruna hizo que sus creencias quedaran a un nivel inferior al de su necesidad y comieron carne a menudo en viernes santo.